Hace ya más de 7 años que me dedico a escribir sobre la
ciencia venezolana, y en menor medida, también extranjera. Por eso, para mí
esta campaña presidencial ha sido una oportunidad de meterle el ojo al tema.
Porque aunque muchos de ustedes no lo crean, el asunto de la ciencia es también
un asunto bien político.
Desde el principio. Ese vasito plástico en el que te tomaste
el café con leche esta mañana no está ahí por inspiración divina. Muy al
contrario, es el resultado de muchas horas de investigación de expertos (en
materiales, en este caso) quienes determinaron que ese específico tipo de
plástico era ideal para almacenar ese tipo de sustancia a una temperatura
determinada. Ahora, si esto es así para el vaso plástico del café, imagínense
todas las otras cosas, la gran mayoría mucho más relevantes, que dependen de la
investigación científica: salud, urbanismo, transporte, comunicaciones,
alimentación y un largo etcétera. Nuestras vidas dependen de lo que hacen los
investigadores: generar conocimiento.
Por eso, la ciencia no es un tema de aclamación popular. No
puede serlo. Es más bien un tema de seguridad nacional.
Ahora bien, si nosotros no producimos el conocimiento que
necesitamos, ¿qué ocurre? Es sencillo: tenemos que comprárselo a quienes sí lo
están generando.
El lugar por excelencia donde se genera conocimiento son las
universidades. De hecho, eso es lo que diferencia a una institución de
educación superior de un liceo: la capacidad de investigación. Pero es difícil
concentrarse en investigar cuando el comedor de la universidad no funciona,
cuando las bibliotecas están desactualizadas, cuando las rutas de transporte se
suspenden porque las unidades están en mal estado, cuando los profesores tienen
que ir a paro para exigir el pago de sus beneficios laborales, de por sí
paupérrimos, para no decir miserables.
Sólo en la Universidad Simón Bolívar, han renunciado, en los últimos dos años alrededor de 200 profesores. Y contando.
Eso añadido a un presupuesto reconducido desde hace ya 6
años, en el que la partida destinada a la investigación no llega al 10% de lo
que realmente se necesita para mantener una universidad operativa, con todos
los hierros. Aquí hace ya varios años que las universidades no publican revistas
especializadas, y los centros de desarrollo, en un gesto desesperado de
sobrevivencia, han lanzado repositorios digitales con el único fin de
salvaguardar lo poco que se ha podido hacer en los últimos 14 años.
Según cifras oficiales,
desde hace 8 años no se otorga una patente en Venezuela. Ocho años. Lo que es más, la última modificación de la
Ley Orgánica de Ciencia, Tecnología e Innovación pone en peligro los derechos
de propiedad intelectual de quienes llevan años trabajando en pro de un nuevo
avance o descubrimiento.
Esta situación ha sido reseñada bastantes veces ya.
Recuerdo incluso el caso de un innovador invidente,
Alfredo Blanco. Blanco,
inventor de un dispositivo que ayuda a personas con discapacidad visual a tomar
notas en clase sin ayuda de terceros, se desgarró los pies caminando de
ministerio en ministerio pidiendo fondos para completar su prototipo. Después
de dos años, lo llamaron para que buscara el cheque, previa firma de un acuerdo
en el renunciaba a todas las ganancias que su invento pudiera generar en el
futuro, cediéndole al Gobierno el dominio absoluto de la propiedad intelectual.
Se fue 15 minutos después por donde mismo llegó. Muchos caen en la trampa, incautos. El documento con el ofrecimiento no me lo contaron. Vi con mis propios ojos una copia que Blanco llevó a la redacción cuando lo entrevisté.
Todo esto sin mencionar el aniquilamiento total de algunas
ciencias sociales, que como no están contempladas en el plan de desarrollo de
la nación como áreas prioritarias, no merecen recibir medio del dinero
petrolero, que venden por ahí como de todos los venezolanos. Sí, es verdad, es
difícil entender el legado de por ejemplo, un filósofo. Pero el que no sea
tangible no quiere decir que no existe. Así no funcionan tampoco, por ejemplo, ninguna de las ciencias básicas. No se puede ver su aplicación de manera instantánea.
Por eso, este Gobierno no puede hablar de independencia
científico-tecnológica cuando en vez de promover la generación de conocimientos
nacionales, le compra tecnología a Rusia, a China y a Irán. Este país, que
entre 1950 y 1990 le sacó ventaja en materia científica al resto de la región,
nunca había sido tan dependiente como ahora.
Lanzar un satélite con un show televisado no es hacer
ciencia ni es independencia tecnológica ni es nada. Independencia tecnológica
es que los físicos y estudiantes de doctorado venezolanos que trabajan en el
Gran Colisionador de Hadrones (actual semillero de algunos de los
descubrimientos más importantes de la humanidad) no sigan representando a
Francia o Italia, porque ni el ministro ni el canciller se dignan a firmar el
acuerdo en que Venezuela se suscribe como parte del proyecto. Vale destacar que
ni siquiera es un asunto de dinero. Solo hay que garantizar la estabilidad del
talento nacional por el tiempo que duren los experimentos.
Francia, Italia, Suiza y la Unión Europea como organismo han invertido más en los científicos venezolanos que están en el CERN que el mismo gobierno venezolano.
Independencia tecnológica es invertir en ciencia, en
repatriación de talento, en reducción de la diáspora. El que tenga ojos que
vea. El estado de la ciencia es también el estado de la educación. Y de eso
depende el futuro. Ahí está el verdadero progreso.